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Salus Infirmorum es uno de los títulos con que es venerada la Virgen María en la comunidad de los creyentes desde tiempos antiguos. En Roma, desde la segunda mitad del siglo III, la Virgen María es saludada "auxilium et solamen nostrae infirmitatis". En Cabra, a través del icono milagroso y antiquísimo de la Virgen de la Sierra, siempre miramos a esos sus azules ojos misericordiosos implorando que sea nuestra salud y consuelo. Su imagen venerada - esa que "se muestra en una postura hierática, regida por la frontalidad. Su rostro es agradable, su frente espaciosa y serena; su nariz agraciada, su boca muy pequeña y perfecta; sus ojos azules o garzos, pintados, que parece miran con expresión amorosa" - cual "Regina Mundi intercede por nostra salute" intitulada en un baldaquino que la cobija en su majestuoso altar de la Asunción y Ángeles.
La vinculación de María con la salud de los enfermos y, más en general, con el mundo del sufrimiento humano, hunde sus raíces en el mismo Evangelio. Ante cualquier mirada limpia, ella aparece siempre cercana a la vida de cada día y a sus vicisitudes, sensible ante todo sufrimiento, compartiendo los gozos y esperanzas, las alegrías y tristezas de los hombres.
En el bello cántico del Magnificat ella representa a toda la humanidad sedienta de salvación; su alabanza es el relato de una mirada que salva y dignifica, un mentís a quienes pretenden salvarse por sí mismos, y propuesta de una nueva relación solidaria y fraterna entre los hombres. En Caná, adelantando con su intervención los signos de su Hijo, manifiesta una de las más bellas características del amor: su capacidad de anticipar el futuro, el cumplimiento de lo esperado. Presente y entera al pie de la Cruz, esperando en oración y sin desfallecer con los discípulos al Espíritu que congrega y da vida a la comunidad del Resucitado, María se convierte, de alguna forma, en presencia invisible pero eficaz en todo sufrimiento humano, en compañera e intercesora en el largo camino de la esperanza, en mujer experta en el arte de vivir y de morir, de gozar y de sufrir.
María es también, ahora más que nunca, modelo y referencia de actitud creyente. Ella no es la intercesora que suplanta a la ciencia, ni remedio mágico para la insolidaridad. María de la Sierra es siempre memoria de que la salvación es un don de Dios: memoria que la fe y la devoción hacia ella avivan.
Ella nos ayuda a descubrir el rostro humano de todos los acontecimientos de la vida, promover una nueva cultura más sensibles hacia lo frágil y lo pequeño (como la vida que termina o que empieza), construir en cada comunidad un tejido relacional de solidaridad con los enfermos y sus familias, edificar una Iglesia que muestre siempre el rostro paterno-materno de Dios.
Juan Soca escribía en La Opinión en unos versos a modo de coplas en 1965 y decía:
"Te aclamamos con fervor
porque con Tu santo manto
cobijas nuestro dolor.
¿No es voz que baja del cielo
esa voz que a Ti te canta?:
¡Viva la Paloma Blanca!
Reina del Cielo y la Tierra
es la Virgen de la Sierra"
Y a esta Salud de los Enfermos es a la que desde los siglos invoca este pueblo como Madre y Protectora. Ya lo dicen varias estrofas de sus tradicionales coplas, gozosos cánticos a nuestra Patrona: "acredita la experiencia / que en cualquier enfermedad / que invoca tu Majestad / con toda magnificencia / consigue de tu clemencia / el consuelo el pecador" o aquella otra "en toda esterlidad / de lluvia, peste y langosta / y terremotos nos consta / el amparo en tu piedad / en toda necesidad / escucha nuestro clamor"
Madre amada de la Sierra
¡No nos niegues tu favor!
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