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Pregón a San Rodrigo, mártir

Asunción y Ángeles y Demonios (IV-V)

Y quedaron limpios

10.10.19 - Escrito por: Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

Se acercaron a Jesús diez leprosos, que a gritos le decían: Ten compasión de nosotros. La lepra era una enfermedad incurable, una enfermedad mortal, una enfermedad que generaba marginación por razones sanitarias. Al que se le declaraba la lepra quedaba incomunicado con el resto de la sociedad para no contagiar a los demás.

Por eso, a Jesús le gritan de lejos. Y Jesús atiende su petición. Ha curado todo tipo de enfermedades, ha expulsado otros tantos demonios, ha resucitado incluso a algún muerto, ha multiplicado los panes y los peces. En cada uno de sus milagros Jesús nos transmite un mensaje.

En la curación de estos diez leprosos aparece la fuerza de Cristo que es capaz de librarnos de nuestras lepras. Son lepras nuestros vicios y pecados, nuestras adicciones y desesperanzas, nuestra propia historia que cada uno bien conoce. Quién podrá librarnos de todo eso. Jesucristo ha venido para librarnos de todo pecado, de toda atadura, de toda esclavitud. Cuando nos ponemos delante de él, que es todo pureza y santidad, nos sentimos manchados, impuros, sucios. Es una gracia de Dios sentirse así, porque esa sensación viene al contemplarle a él. Pero si él nos hace sentirnos impuros, es porque quiere purificarnos y limpiarnos de todo lo que nos ensucia. Él quiere hacer en cada uno de nosotros una historia de amor, más fuerte que nuestro pecado. Una historia de misericordia.

Uno de los peores males de nuestro tiempo es la pérdida del sentido del pecado, decía ya Pio XII. Y hemos ido a peor en sentido generalizado. Para mucha gente el sentido del pecado sería como un sentimiento insano de culpa, como una represión educacional, que habría que erradicar considerándolo todo como normal, o a lo sumo con un margen de error, y que habría que liberar con técnicas psicológicas del profundo. Ciertamente, el sentido del pecado proviene del sentido de Dios. Cuando Dios no está presente, es muy difícil tener conciencia de haberle ofendido. Sólo cuando hay un encuentro sincero con Dios, surge el sentido del pecado, surge la conciencia de haberle ofendido, de haberle olvidado. En la conversión de tantos santos aparece esa sensación de haber ofendido a Dios y de haber tardado en responderle positivamente. "Tarde te amé", dice san Agustín lamentándose.

Necesitamos la gracia de Dios no sólo para librarnos del pecado, que nos aparta de Dios y de los demás, sino también para reconocer que estamos sucios por ese pecado, que incluso no percibíamos. Muchas veces no se trata de introspecciones psicológicas, sino sencillamente de ponerse delante del Señor, como hicieron aquellos diez leprosos, y pedirle a Jesucristo con toda humildad que nos cure nuestras heridas. "Y quedaron limpios". A medida que nuestro trato con Dios sea más intenso y profundo, más percibiremos esa impureza de nuestro corazón, más caeremos en la cuenta de la necesidad de pureza, con mayor humildad gritaremos: "Jesús, ten compasión de nosotros". Mirando cada uno nuestra propia historia, percibiremos que ha sido Dios quien nos ha sanado del pecado y de ahí brotará espontáneamente la acción de gracias.

Diez fueron sanados, uno sólo vino a dar gracias. Quizá los otros nueve se quedaron sólo en lo exterior. Ese que volvió se dio cuenta de la grandeza de haber sido curado y por eso volvió para dar gracias. No seamos desagradecidos, porque es muchísimo lo que hemos recibido, aunque a veces no nos demos cuenta. La plegaria central del culto cristiano es la acción de gracias (en griego, eucaristía) dirigida a Dios Padre por habernos dado a su Hijo Jesucristo y en él nos lo ha dado todo. La acción de gracias brota de un corazón humilde, de un corazón que no se siente con derecho a nada, de un corazón que reconoce la obra de Dios en su vida. Cuando Dios actúa, un corazón humilde lo reconoce y lo agradece.

Recibid mi afecto y mi bendición:


Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.

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