|
La otra Semana Santa
25.02.16 - Escrito por: Mateo Olaya Marín
La Semana Santa basa el elogio popular y el reconocimiento, en un triángulo, tres elementos: paso, costaleros y música. Muchos no ven más allá de estos tres vértices y la ciñen solamente a la mayor calidad estética del paso, a la forma de andar y el trabajo de sus costaleros, a la música que se interpreta y cómo se interpreta.
Pero desde la cruz de guía hasta el último que hay cerrando, desde el primer tramo del cortejo de una hermandad, hasta la última luz que hay centelleando como serpientes de cera por las calles de la ciudad, hay otra Semana Santa. La que no se ve. Incluso, más que no verse, la Semana Santa que muchos no quieren ver, que no queremos ver.
Son esos cofrades que cruzan la ciudad con ojos pero sin nombre. Los que llevan un sueño escrito en los ojos. Son los que anuncian sus años en las arrugas de las manos que se posan sobre el cubre rostro, o en el brillo juvenil de la mirada. Los que hacen de nuestras calles un bosque de cipreses, de agujas góticas, una jungla estilizada de capirotes, con túnica, cíngulo y cirio. Son, sin duda, los más anónimos, los que no hacen ruido. Los que anteceden y ponen la luz, los que llevan la cruz o alguna insignia de la hermandad, los que traen el latido del tambor enlutado, la llamada de la campanilla y el rumor de las cadenas.
Son los nazarenos, vulgo capuchones según el evangelio popular de Cabra. Son la otra Semana Santa que cuando la hermandad se recoge, nunca recibirán una felicitación, ni ningún abrazo de enhorabuena. No son héroes de nada. No han hecho ninguna proeza. Son los que no tendrán el aplauso de una chicotá bien hilada, ni el elogio por un izquierdo en el milimétrico instante en el que la marcha de marras cambia de ritmo. Terminarán su estación de penitencia y apenas nadie reparará en su esfuerzo, en el cansancio que hay a sus espaldas, ni en el mérito de estar ahí, año tras año, en silencio, con discreción, sin hacerse ver.
Pero están ahí. En las Agustinas son los que ponen el primer amarillo sobre un cielo de domingo. Son los pájaros que acuden a la iglesia por el camino más corto, los que le ponen el color a la Semana Santa y que llevan sobre sus alas la identidad de una cofradía, el alma, el sello, la seña. Sin ellos, nada sería igual. Sería difícil imaginar un final de nuestra Semana Santa sin el rebullir cromático de un Domingo de Resurrección. Sería imposible imaginar una Semana Santa sin el vuelo de sus capas, en una tarde que muere en un friso de claveles. Sería imposible imaginar una Semana Santa sin el dolor de la túnica que se clava en el aire de la madrugada. Imposible soñar con una tarde de Viernes Santo sin sus sargas caminando, aprisa, sobre el acorde de "Cofradías Egabrenses".
El capuchón de Cabra. La silueta intemporal de la Semana Santa. Penitentes del ayer y del presente; de la Cabra eterna que sobrevive en nuestros recuerdos. El capuchón de Cabra. El que abre y cierra con la cruz. El que alza el farol de estrella, sostiene el cirio al cuadril o el que blandea la palma amarilla de la mañana de estreno. De ellos nadie hablará en los anales, pero ahí están. Son la hermandad de los cirios encendidos, la que hace honor al título de la novela de Delibes, porque sus sombras, siempre, serán alargadas.
|
|
|
|
|
|
|
|