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jueves, 25 de abril de 2024 - 04:19 h

Pregón a San Rodrigo, mártir

Asunción y Ángeles y Demonios (IV-V)

Mi capuchona

02.03.16 - Escrito por: Eduardo Luna Arroyo

Camina lenta y pensativa pasillo arriba pasillo abajo por su pequeño hogar. Le tiemblan los labios y las lágrimas se convierten en un mar azul que atraviesa sus pupilas y las limpia para sanarlas del dolor de los años y las penas.

Echa la vista atrás recordando como su alma se perdía cada día del año y cada hora de su reloj de oro chapado, que su padre le había regalado en víspera de una nueva Semana Santa, pensando en su cofradía para que no le faltara nada a su Cristo y a su Virgen y a todos los cristos y vírgenes a los que ayudaba casi a diario. Su mirada ya había envejecido, sus manos también, pero su corazón era un volcán en erupción cada vez que escuchaba de fondo aquella marcha, que no recordaba muy bien su nombre, pero que le hacía estremecerse con el sonido del flautín porque le hacía volver a su juventud cofrade. Mientras escuchaba la radio una mañana de cuaresma, apretaba los dientes y entraba en rebeldía con los datos de la precariedad laboral de la mujer, los salarios más bajos que los del hombre siendo iguales, la poca sensibilidad con la conciliación familiar y laboral de las madres.

Era Miércoles de Pasión y tras muchos años de lucha y rebeldía, seguía sintiendo el frío de su túnica marfil y azul, el frío del escaso reconocimiento a la mujer en la Semana Santa. Le temblaban las manos, porque la edad no perdona, bebía agua, respiraba hondo y volvía a colgar su túnica en el armario esperando una tarde más para encontrarse con su Cristo y su Virgen. Sentía la impotencia de no haber sabido encontrar el espacio idóneo para que en un mundo gobernado por hombres, ella y cientos como ella aún no hayan tenido el reconocimiento y el respeto que merecen después de muchos años de trabajo callado, silencioso, cargado de paciencia, falta de sueño, de estar con sus hijos pequeños, de dejarlo todo por ordenar túnicas, cocinar en la casa hermandad, limpiar, aconsejar, reír y llorar. No llegaba a comprender, mientras se paraba en silencio a rezar frente al corazón de Jesús de Termens, porque aún hoy, la mujer no era valorada como el hombre, porque aquellas niñas y no tan niñas hacían la hazaña de bajar a un Cristo coronado de espinas desde San Francisco y San Rodrigo hasta Asunción y Ángeles, y el impacto social no era el mismo en el ambiente cofrade que si una u otra cofradía subía o bajaba la calle Bachiller León sin bajar el paso.

¿Por qué había hermandades que habían necesitado cabildos y cabildos para permitir que una mujer pudiera vestirse de capuchón y hacer penitencia con su Cristo en cualquier madrugada de cualquier día de cualquier hora de la Semana Santa?. Cuando la melancolía entraba por las rendijas de su ventana, sentía las horas delante de una radio y una plancha para que todo el ajuar de la Señora estuviera en perfecto estado para el gran día de la Cofradía. Ella nunca fue hermana mayor, pero en el fondo le hubiera gustado contar con el apoyo de sus hermanos cofrades para desempeñar dicho honor. Pero siempre que iba a dar el paso, alguien le recordaba aquello de, no te preocupes, hacen falta mujeres para ser camareras y como no, para la cocina cuando tengamos actividades sociales en cualquier barrio de la ciudad. Después vino un hijo y dos, los años pasaron como estrellas fugaces guardadas en lienzos de Abril y todo se complicó más de la cuenta. Aquel sueño quedó en eso mismo, un sueño. Estuvieron a punto de hacerla pregonera de su hermandad, pero tampoco pudo ser porque había hermanos que lo merecían antes que ella.

Muchas veces le decían, "qué más da, tú haces un trabajo importante en la hermandad, tus pestiños están muy buenos y tienes muy ordenada la capilla". Ella se sentía subestimada en cualquier situación, pero ojeaba su libro de poemas casi a diario y recreaba en sus pensamientos estar un día en un atril, diciéndoles a sus hermanos y a su Cristo todo lo que sentía en silencio. Faltaban horas para volver a vestir la túnica marfil y azul y ya nada importaba, ni el antes ni el después, ni las horas sin dormir, ni los desengaños, ni los tiempos perdidos con sus hijos que se quedaban con su marido en cuaresma porque no era muy semanasantero, a pesar de que ella intentaba transmitirle su pasión con besos de madrugada fría tras cerrar la casa hermandad. Ya no importaba nada. Su Cristo con la cruz al hombro y su Madre a la que tanto había pedido estarían en las calles de Cabra antes de que el sol cayera.

Llegó la hora, se puso el capuchón de rigor y por su mente sólo pasaba la satisfacción de haber contribuido a construir su Cofradía para hacerla grande en hechos y no en estrenos.

Esa mujer, como cientos y cientos que hay que en nuestra ciudad, deben ser reconocidas porque gracias a su labor, nuestra Semana Santa no se entendería desde ninguno de sus vértices o aristas. La mujer es un pilar fundamental y fundamentado que rige los designios de las Hermandades y que se esfuerzan un poco más que los hombres, porque aparte de ser cofrades son madres, hijas, amas de casa, trabajadoras incansables, luchadoras, valientes, responsables e innumerables facetas más que hacen de ellas la torre de fortaleza que necesitamos muchos de nosotros.

Mi Capuchona es la imagen valiente y certera que encierra la esencia silenciosa de nuestras Hermandades. Mi Capuchona es esa experiencia de años, responsabilidad y fidelidad que no se puede cuantificar en horas, sino en golpes de corazón certero. Mi Capuchona es la mujer que se hace niña cuando sonríe al ver el azahar rozando el paso de su Cofradía. Mi Capuchona eres tú, el cuerpo necesario que construye con delicadeza y tesón la Semana Santa de Cabra.


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